Por: Arnaldo Mirabal Hernández
Carlos Enrique Gámez Jordán camina sin mucho aspaviento los senderos del asentamiento rural donde habita con su familia. Se desplaza con tal sencillez por el Valle del Yumurí, que uno nunca llegaría a sospechar las grandes hazañas que diariamente enfrenta este joven agricultor que apenas rebasa los 32 años.
Con su cuerpo delgado pero ágil y atlético, desde bien temprano se entrega a las labores agrícolas, frase a veces imprecisa que no logra enumerar las tantas tareas que acomete un campesino en una jornada.
Con los primeros albores del día; Carlos Enrique ya habrá alimentado a los animales, ordeñado las vacas, y justo cuando el sol comienza a calentar la mañana y esa niebla tan característica del Valle permite divisar la hermosura del paraje, trasladará a alguna res para que se aparee con el toro de la finca aledaña a la suya, para regresar a sus predios después y comenzar a atender sus cultivos.
Ha sido así durante siete años, cuando tomó posesión de la finca donde fundó una familia y comenzó a desbrozar el marabú que lo cubría todo. A golpe de machete y hacha, junto a su joven esposa, el laborioso muchacho logró limpiar el terreno de maleza con la intención de poner la tierra a producir.
Confiesa que en más de una ocasión titubeó al despertar con gran fatiga y reconstruir en su mente lo hecho el día anterior, y pensar en la faena que tenía por delante; mas, sacaba fuerzas y energías al constatar cómo el marabú iba cediendo ante su ímpetu.
Bajo unos inmensos algarrobos plantó hace apenas un año 2 000 posturas de café que ya brindan sus primeros frutos. Asegura el campesino que no existe un néctar con mejor sabor que ese que se obtiene del propio esfuerzo.
El trabajo rudo no le amilana, al contrario, es como si le insuflara una vitalidad capaz de lograr imposibles. El fuerte sol que agrede casi con saña la piel, no le intimida cuando debe guataquear un surco cultivado. El verdor y salud de sus plantaciones despiertan la admiración de sus vecinos.
Pero Carlos mantiene un perfil bajo, porque lo suyo no es la rimbombancia. Muchas veces el trabajo y los logros de un campesino transcurren en total anonimato, y hasta él lo prefiere así, porque no todos entenderían en qué consiste la verdadera satisfacción de un campesino.
Más que acumular bienes, el regocijo llega con el parto saludable de un animal, cuando la plantación de frijol comienza a florecer sin asomo de plaga, o al tropezar con una calabaza robusta en medio del surco; son esos pequeños instantes los que gratifican la vida del hombre de campo.
Solo en las tardes, cuando el bullicio de las aves se va aplacando para darle paso a esa calma tan disfrutable que se extiende en el Valle del Yumurí al retirarse el sol, Carlos Enrique decide tomar un receso de apenas minutos, y se sienta en una rústica tumbona bajo una mata de mango, justo frente a su casa, desde donde sus ojos logran abarcar toda la inmensidad de su finca.
En ese preciso momento en que la esposa le acerca un café y su hija le regala una sonrisa, se siente un hombre pleno y feliz, consciente de cuánto se puede lograr con el empeño de transformar la realidad con las propias manos.
(Tomado de Girón)