Por Guillermo Carmona Rodríguez
Si paseas por la galería de un móvil cualquiera podrías hallar: gatos que juegan a perseguir una fina línea de luz que se cuela por una ventana; una selfie tuya, tirado en la cama, todo glamoroso, que usarás como carnada para una conquista; un grano infectado en la espalda que no puedes observar bien en los espejos por el lugar donde está; un trago que te sirvieron en un vaso que parece una bombilla como las de Thomas Edison en aquel establecimiento so fancy; posters del protagonista sin camisa, todo machote, de la serie del momento; un compañero de trabajo que se quedó rendido en una reunión; tu tarjeta de banco cuando te pidieron el número para hacerte una transferencia; el último tatuaje y el próximo vestido que comprarás.
Antes de los teléfonos celulares –me refiero a esos que, como dice una canción de timba famosa, te hagan creer que eres “un loco con un celular que tira fotos”– le temíamos más al olvido. Hacerse una fotografía resultaba un lujo y un enredo. Había que contratar a un fotógrafo o contar con la suerte de que uno de ellos fuera amigo o familia.
Por ello, las imágenes que encontramos de estas épocas, esas que se guardan en álbumes de carátula dura en el fondo de las gavetas, normalmente son de momentos fijados en el calendario: bodas, quinces, cumpleaños. Esos momentos que pensamos que definen una vida, pero a veces pasan sin pena ni gloria. En ocasiones la vida es lo que ocurre en lo que resuelves un cake de cumpleaños y una botella de sidra.
Entre cada uno de estos acontecimientos existía un vacío visual. Entonces, había que rellenar con la memoria los espacios en blanco y no siempre la mente coopera. A veces le pides un dato, una fecha o una sensación y te sube los ojos y masculla un “asere, no estoy para eso ahora”.
No obstante, ahora ocurre el fenómeno contrario. En vez de vacíos visuales tenemos sobrecargas visuales. Ahora que la mayoría de los cubanos somos locos con un celular que tira fotos, para combatir el olvido hacemos eso: atrapar los momentos, como si claváramos al tiempo en un cartón, como si fuera alas de mariposa.
Está la imagen de las zapatillas que pusiste en un grupo de compra y venta con un post que rezaba “interesados al privado”, que nunca te sirvieron, porque esa noche tenías una cita en un bar y andabas más escachado que una lata de Cola en materia prima. Justo al lado de esa instantánea está la del menú del bar, porque ahora que los establecimientos se tecnologizaron, la carta hay que consultarla por wifi y tu teléfono, por “pesao”, por “hijo de su madre”, nunca quiere conectarse.
Tienes memes, cientos de memes. Todos los que te llegan por WhatsApp o Telegram en los diferentes grupos. De algunos, incluso, no has salido por eso mismo, por los buenos memes que compartes. Otros, los descargas de Facebook, porque te gustaron; aunque, meses después cuando revises la galería, pienses “¡Ño, qué pujo!” o sencillamente haya pasado ya su momento. Si eres un anticuario de memes, puedes guardar aún desde los del chucho por los pulóveres Supreme hasta el choteo nacional en que se convirtió el negocio de la compra de un paquete de felpas.
Cuando revisas el álbum de los screenshots, encuentras la decena de estados de WhatsApp que has robado. De este tipo de ladrones hay dos clases: los que acotejan la captura para que no se vea de quiénes los copiaron; y los otros, los que dejan el nombre, tanto para darle un poco de crédito a quien lo compartió primero como por vagancia.
Quizás tropieces con una foto de la mar serena, cuando machacado por la vida, fuiste a sentarte a la playa, y que luego subiste a Instagram con una frase como la mar todo lo cura; pero después te arrepentiste, porque la gente iba a pensar que traías un buen ataque de tarros, cuando en verdad solo estabas sensible y en verdad la mar estaba hermosa como solo ella puede estar.
En la galería de tu teléfono encontrarás esas nimiedades que pueden parecer intrascendentes, pero que cuentan tu historia mejor que una foto, con mucho bum y mucho chic, que te tomas para luego colocar una ampliación en la sala de la casa.
(Tomado de periódico Girón)