noviembre 5, 2025
Historias

Gretel Sotolongo Mesa enseña con el corazón

La maestra llega temprano, cuando la luz de la mañana aún es débil sobre los pasillos de la escuela primaria “Estado de Cambodia”, en el municipio Playa. Gretel Sotolongo Mesa tiene 37 años y el curriculum de quien nació para esto. Grupos pedagógicos desde niña, la escuela de formadores de maestros emergentes en Cienfuegos, el aula desde 2004. Pero los datos duros poco dicen de la mujer que, casi dos décadas después, sigue creyendo que su lugar en el mundo es este, entre pizarrones y niños que vienen, muchos, de realidades fracturadas.

Su filosofía no cabe en un manual pedagógico. Es más bien un principio vital: “Todos los grupos son diferentes. Dentro de un mismo grupo hay muchísimas diferencias”. Recuerda una idea del comandante –así, sin especificar– sobre la educación diferenciada. “Y es justamente por eso, porque todos somos diferentes”.

En su voz, el aula se puebla de personajes: el niño tímido, el que participa en todo, el bueno en una materia, al que la escuela le pesa. “A veces por tiempo usamos un método que nos ha dado resultado, pero podemos encontrarnos con un grupo donde no funciona. Lo primero es conocer la realidad del aula y saber que quizás con un niño debo trabajar de una manera y con otros de otra”.

Habla de juegos para unos, de medios audiovisuales para otros, de lo abstracto para los que pueden con ello. Y luego, casi como una confidencia, lanza la idea que vertebra su mundo: “Más allá de los conocimientos, me gustaría que aprendieran a quererse, a llevarse bien, a ser buenos amigos. Que aprendamos a amar a esa otra persona a pesar de lo que no nos guste. Eso es lo fundamental”.

Dirige una escuela. Un lugar donde la vida se complica. “Muchos niños vienen de medios disfuncionales y eso afecta su comportamiento”. Frente a la conducta desafiante, su respuesta no es el regaño, sino un ejercicio casi antropológico de la empatía. “Siempre parto de tratar de comprender por qué ese comportamiento para poder ayudarlos. Logro entender el por qué al colocarme en su lugar”.

Describe el mecanismo con paciencia: “Muchas veces reaccionan así como mecanismo de defensa, no conocen otra manera. Nos toca enseñarles que existe otra forma de hacer las cosas. Yo trato de conocer a las familias del aula. Le pregunto al niño qué pasa, luego me siento con la familia”. No es un reclamo, es una conversación: “Les digo lo que considero que está fallando y qué podemos hacer juntos”. Y funciona. “Cuando la familia y la escuela se unen, hemos visto mejoría”.

Preguntarle sobre ser maestro en la Cuba de hoy es abrir una compuerta de realismo y amor. “Ser maestro en Cuba hoy es un desafío grande”, dice, sin melodrama. “A los docentes que permanecemos en el sector les digo que somos grandes, porque muchos han desistido, no por falta de gusto por la profesión, sino por otras cuestiones”.

Habla de las carencias –el salario, los materiales– ella las respira a diario, pero no permite que sean el tema principal. “Los que estamos, a pesar de todas las carencias, seguimos apostando por la educación. Eso demuestra que tenemos vocación”. Y entonces se define: “En mi caso, no me veo de otra manera que no sea vinculada a la educación, a la transformación de los niños”.

Para ella, el maestro no tiene horario. “El maestro es maestro siempre, dentro de la escuela y en la comunidad”. Lo aprendió de su profesor de quinto grado. Y de aquel hombre guardó otra lección: “Creo que el ejemplo es la mejor manera de incidir. No se puede transformar la realidad si el maestro no es consecuente, si no es ejemplo”.

Fuera de la escuela, la mujer emerge detrás de la directora. Es cristiana, va a la iglesia, lee, escucha música. “Divido el poco tiempo libre entre estas cosas, que son necesarias para desconectar”. Reconoce, sin embargo, la tensión de una vocación tan demandante: “Mi profesión me consume mucho tiempo, y a veces no le dedico el tiempo que debería a la familia”. Pero ha construido un entendimiento: “Ellos entienden lo importante que es para mí la escuela”.

Mientras habla, es fácil imaginar la escena: los abrazos matutinos, la niña que quiso ser maestra y lo logró, la mujer que se sienta con los padres no para señalar, sino para tender un puente.

Y entonces, casi al final, llega la anécdota que lo paga todo: un exestudiante, ya universitario, deteniendo el carro en la calle. “Usted es la maestra Gretel”, le dijo. Y al no ver en sus ojos el reconocimiento inmediato, se empeñó en que lo recordara. Le habló de las clases, de su letra, de su insistencia por mejorarla. “Que nunca se olvida de mí”, repite ella, y en su voz hay una luz que ninguna carencia puede opacar. “Eso es realmente maravilloso”.

Aquí la educación libra sus batallas silenciosas, Gretel Sotolongo no tiene una estrategia grandilocuente. Tiene, simplemente, la certeza de que un abrazo a tiempo y una respuesta honesta pueden ser, después de todo, la lección más perdurable.

(Tomado de Cubadebate)

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