septiembre 19, 2024
Recomendamos

No vivimos en una fábrica de muñecas

Por: Yaima Cabezas

¿Qué problema tiene el mundo con los cuerpos, los gustos, con cada aspecto de la vida ajena? ¿Cuesta tanto aceptar a los demás como son? Evidentemente, sí. Estoy pensando en esa guerra con el físico que existe desde hace tiempo, con esa manía hipercrítica e insensible de la sociedad para conducirnos por un camino de fábrica de muñecas para repetir modelos en serie a toda costa gracias a que vivimos en la era del desprecio y nadie se quiere sentir fuera, todos queremos ser admitidos.

Y, entonces, caemos sin darnos cuenta. De repente no nos gustamos del todo, aunque estemos dentro de los valores saludables del percentil y hasta usemos una talla mediana y se nos noten los huesos de las costillas y las jaboneras. Quedamos siempre inconformes, nos queremos ver siempre de vientre más plano (im) posible, de cabellos más lacios, y labios gruesos porque eso nos parece sensual, porque vivimos también en la era erótica. Todo tiene que ser sexy y proyectar una imagen provocadora porque entonces somos mojigatas, sin sal, invisibles.

Afortunados son quienes no se dejan arrastrar por ese tsunami y viven satisfechos consigo mismos. Eso habla mucho de autoestima, ego, amor propio, de fortaleza mental, de pies en la tierra también porque deberíamos ser felices con lo que tenemos, y solo preocuparnos si existe amenaza para la salud, o si deseamos un cambio de verdad por nosotros mismos. En ese caso sí deberíamos actuar, y no porque así lo dicte la comunidad.

La realidad es que en este mundo es muy marcado el rechazo a la individualidad, a lo diferente y solapado. Claro, existen muchas excepciones y modos de asumirlo y no, pero en este caso me refiero a la postura extremista, al fenómeno mundial de querer gustar a partir de lo externo, con una especie de prototipo único, impuesto desde la publicidad y los medios.

Ejemplo de ello son tantas celebridades, muchas con talento, que han cambiado de sopetón sus modos de hacer y sus productos culturales, para venderse como las demás con imágenes que son exitosas, pero no por exclusivas, sino repetidas. Nombres sobran.

La crítica social, la de mayorías, suele ser, cuando menos, demasiado rígido. Manifiesta sin tapujos su oposición ante la figura que no le parece idónea; cuestiona y arrincona. Y de repente tantas personas se ven envueltas en esa ola y hacen maravillas por modificar, por ejemplo, sus cuerpos para ostentar uno más acorde, delgado, con la más determinada y asentida silueta.

Es bastante falta de empatía imponer. No aceptar la diversidad y libre elección. Ya no se trata de evitar la gordura para estar saludables, es que no es bien apreciada una actriz “gordita”. Las hay, pero no es lo usual, y las encasillan en papeles. Y, lo peor de esa ferviente exigencia, es que en ese saco cabe cualquiera que no tenga los coxales a flor de piel.

El mundo del espectáculo, del arte y los medios es uno de los que más sufre esta presión.

Pienso en el dilema que envolvió, hace muchos años ya, a Kate Winslet cuando protagonizó a Rose en la famosa película Titanic. Entonces, haces casi tres décadas, la intimidación era menos intensa, pero ya existía. Kate, con poco más de veinte años de edad, en plena flor de la juventud, fue criticada por su cuerpo que se consideró, por un segmento de la crítica, no adecuado para un rol romántico como aquel.

Le dijeron gorda, y por más que lo analicemos, su cuerpo de entonces era hermoso, y lo hubiera sido también de haber tenido unos kilitos de más; pero, resulta que no proyectaba la imagen que compaginaba de forma ideal con su pareja de rodaje Leonardo Di Captrio, Jack, quien lucía delgado, esbelto, estilizado. Eso no se lo perdonaron. Y, lastimosamente, hay muchas Kate.

Por otra parte, no toleramos que las mujeres mediáticas cambien, pretendemos que se mantengan igual a los cuarenta que a los veinte, como si la inmortalidad fuera menos que una fantasía, y se pudiera detener el tiempo, evitar su paso expresado en arrugas, en canas, en cuerpos menos harmoniosos. Como si la vida no pudiera ser digna y bella en todas sus fases, y, lo más importante, como si no importaran los sentimientos, el talento, lo que existe dentro de un cuerpo.

Ese desprecio es el castigo social que va de la mano del acoso con el objetivo de fustigar, y muchas veces consigue un efecto en cadena: el auto rechazo, la inseguridad, y un deseo irracional de parecerse al modelo reconocido como válido porque es casi pecado ser distinto a la norma, un insulto, cuando la única verdad es que el cuerpo no es una vitrina. En sí mismo es un templo porque nos permite la vida, y deberíamos venerarlo por sostenernos con todo y lo que trae, y no denigrarlo, ni al propio, ni al ajeno.

(Tomado de CubaSí)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

uno × tres =